Fines de 2019
El reloj acaba de marcar la medianoche y la gente sale a las calles para lanzar
fuegos artificiales al cielo y dar la bienvenida al nuevo año 2020. Ellos visten prendas
blancas – dicen que es de buen augurio – y oyen música alegre al máximo volumen.
Yo los observo a través de la ventana del hospital, con las manos dentro de los
bolsillos de una campera negra y el pitido del equipo médico de fondo.
Mamá reposa en la camilla, a escasos centímetros de mí. Sé que si estiro mi mano
podría tomar la suya. Pero también sé que, por más fuerza con que la sujete, eso no
impedirá que se vaya. El cáncer la retiene por el otro brazo y es más fuerte que yo.
Papá salió de la habitación hace un rato. Siempre dice que no soporta verla así.
Seguramente está deambulando por los pasillos, lanzando algún que otro insulto
inaudible al aire o insistiendo a los médicos con que ‘aún se debe poder hacer algo’.
Un par de notificaciones entrantes me invitan a revisar mi celular. Me coloco los
auriculares y las abro. Es YouTube que comparte conmigo una serie de videos
publicados por esas personas de las que ya hasta me he encariñado pues, después
de todo, son las que más me han acompañado en estos meses. Pulso el botón para
comenzar a reproducirlos y allí están: sonriéndome, una vez más, como ya nadie a mi
alrededor lo hace. Ellos me desean un feliz nuevo año. Son los únicos que lo hicieron.
Han pasado unos minutos. Tal vez unas horas. Quizás diez o quince videos. Mi
papá se ha acostado a dormir en un sillón, sin dirigirme una palabra. Entretanto, los
youtubers me cuentan bromas, curiosas anécdotas de fin de año e interesantes
reflexiones sobre los días transcurridos. Aunque también hay quienes juegan algunos
de mis videojuegos favoritos o elaboran un top con 10 curiosidades sobre un tema
aleatorio. Todos me hacen sentir increíblemente bien. Todos son bienvenidos. Pero
tanto color, brillo, melodías y risas se consumen repentinamente, cuando veo a mi
padre levantarse de pronto y llamar a los hombres de batas blancas que ingresan con
prisa a la habitación. Bloqueo la pantalla. Él me mira y sus ojos destellan enfado.
“¡¿Tenías puestos los auriculares?! ¡¿Cómo no vas a escuchar nada?!”. Recién
entonces percibo el continuo sonido de la máquina a la que se encuentra conectada
mamá. Ella luce más pálida que nunca antes.
2020
Oigo la voz del presidente a lo lejos. Ya me acostumbré a su tono monótono y
aburrido. Desde que el virus se expandió, el jefe de estado se hace presente
continuamente, a través de nuestro televisor. Me aferro a la almohada y respiro
profundo… junto valor, como cada día. Mis párpados se levantan lentamente y mis
pupilas se dirigen hacia la ventana con pereza. Afuera ha oscurecido. He perdido otra
vez. Hoy iba a intentar despertarme temprano, pero realmente no pude. Cada vez que
pretendo hacerlo, siento como si una gran roca me aplastara y me inmovilizara por
completo. Tampoco funcionó ayer. No sé si lo intentaré de nuevo mañana. Lo único
que sé es que perdí contra mí mismo. Y se siente mal ser tan débil como para que
eso ocurra. Pero aún me queda una oportunidad de ganar. Todavía tengo tiempo para
superar un par de niveles en mi juego. Parece que es difícil, pero yo puedo hacerlo, y
esa será mi victoria.
Rodeado por las mantas que me protegen del julio invernal, tomo mi celular y me
dispongo a abrir la aplicación. Mi padre dice que es ridículo que pase tanto tiempo
jugando partidos de fútbol inexistentes en una pantalla, que debería tomar una pelota
real y entrenar de verdad. Pero con el aislamiento el club se encuentra cerrado y sería
aburrido lanzar un pase hacia una pared gris. Además, jamás había jugado tan bien
como ahora, que puedo participar de cada competencia sin tener que esperar a que
el director técnico decida sacarme de la banca y darme una oportunidad.
Voy avanzando rápidamente, ganando medallas y juntando trofeos. Estoy seguro
de que nadie tiene tal colección como la mía. Incluso he desbloqueado los mejores
jugadores y equipos nacionales. Se siente muy satisfactorio. Mis oídos se percatan de
un sonido repetitivo que llega desde el exterior, sobreponiéndose a la hinchada de mi
público. Deben ser las nueve de la noche. Los vecinos salen a aplaudir a los hombres
de batas blancas, esos que no salvaron a mamá… aunque tal vez podrían haberlo
hecho si tan solo yo hubiese prestado atención a los signos vitales… si hubiese
activado la alarma a tiempo… si hubiese sido un buen hijo.
Un conjunto de recuerdos insoportables asaltan mi memoria. La luz pálida del
sanatorio, el chirrido de la camilla, el olor de las mil flores que enviaron y lo frío del
cajón de madera. Mis ojos se llenan de lágrimas y siento quedarme sin respiración.
No quiero pensar más. No quiero pensar nunca más. Ingreso rápidamente a TikTok,
mi confiable auxilio que, en tan solo segundos, logra calmar mi cerebro. Mis latidos
vuelven a su ritmo normal. Lo único que me estresa ahora es contemplar cómo la
batería se agota lentamente. Debo poner a cargar mi celular. Es temprano y aún queda
toda una noche por delante. No tengo sueño y definitivamente no está en mis planes
quedarme en soledad nocturna, o más bien junto al insomnio y mis aterradores
pensamientos. Necesito conectarme un rato a Internet y desconectarme de esta
maldita realidad.
2021
Llevo ya un cuarto de hora escuchando la historia que me cuenta mi amigo…
Bueno, en realidad la leo en un hilo de Twitter… y, la verdad, no es un usuario que
conozca en persona… pero hace más de un año me intereso en todo lo que publica
sobre su vida y creo que puedo considerarlo un amigo. Al menos a él le importo más
que a los de mi clase, y siempre indica que le gusta cuando comparto uno de sus
mensajes. Precisamente ahora estoy por hacer eso mismo, apenas descubra el final
de la aventura que narra en esta oportunidad. No me falta mucho cuando siento cómo
el celular me es arrebatado de las manos. Rápidamente me levanto de la silla,
dispuesto a detener a quien sea que haya tenido la pésima idea de hacerlo. Aprieto
mis puños con rabia y me preparo para recuperar lo que me pertenece, pero me
detengo ante la mirada asustada de la profesora. “A dirección”, logra decir apenas.
No sé cuánto tiempo llevo esperando en el pasillo. Me paseo a lo largo y ancho del
patio, conteniéndome de ingresar a la oficina y tomar el dispositivo de una u otra forma.
Allí, el director recita un discurso cargado de quejas y sermones, que mi padre
escucha en silencio. No entiendo bien qué es lo que tanto les molesta a las
autoridades de la escuela. Dicen que no presento las tareas desde el año pasado,
pero no saben que mis fuerzas apenas me permiten permanecer despierto. Dicen que
no presto atención en clases, pero no saben cuánto me cuesta el hecho de asistir a
ellas. Dicen que me cuesta relacionarme con el resto, pero no saben cuántos amigos
tengo en redes sociales.
No sé qué es lo que esperan de mí. Tampoco sé quién podría preferir ese nefasto
mundo al que quieren someterme, antes que este maravilloso universo que he
descubierto a través de mi pantalla portátil. Nadie en su sano juicio lo haría. O, al
menos, nadie en mi situación. “¡Hiciste todo mal!”, dice la maestra al corregir mis
exámenes; “es un fracasado”, les oigo proclamar a mis compañeros. Pero en mi
videojuego puedo leer un enorme ‘eres un ganador’, y mis contactos de Facebook e
Instagram reconocen que soy muy divertido.
Aunque mi padre no argumenta nada de ello. Él simplemente asiente con su
cabeza, sin intenciones de defenderme. Se despide del director y me indica que me
llevará a casa. De camino, en el auto, no puedo dejar de pensar en que sigue sin
regresarme mi celular. Lo tiene en el bolsillo derecho de su abrigo, quizás piensa que
no lo he notado. Sé que lo mejor es esperar a que él mismo recuerde dármelo y no
insistir por mi cuenta. Solo tendré que guardar silencio ante sus palabras de reproche
y luego podré volver a la comodidad virtual. Mientras tanto, el cuerpo me tiembla.
Supongo que la paciencia nunca fue lo mío. No puedo exigirme mucho sabiendo que
las llaves de la felicidad – de mi felicidad – se encuentran allí, a escasos centímetros
de mí. Tanto que, si estiro mi mano, podría tomarla. Así como podría haber tomado la
mano de mamá una última vez, llenarla de caricias y recordarle que la amaba;
aferrarme a ella y obligarla a quedarse conmigo, o irme a su lado.
Llegamos a casa y los recuerdos insoportables siguen invadiéndome. Quiero
sacarlos de ahí lo antes posible. Mi padre comienza su descargo, con voz grave y
pausada. Me rechinan los dientes de sólo pensar cuántas notificaciones deben estar
acumulándose mientras tanto… cuántos videos, chats y juegos podrían estar
sacándome de este mar de sufrimiento. El monólogo acaba, por fin, y no puedo ocultar
mi emoción al acercarme para tomar el teléfono móvil. Sin embargo, él me detiene y
anuncia con firmeza “no lo vas a usar por una semana”.
Siento cómo mi corazón da un vuelco. Este hombre ha enloquecido y, peor aún,
quiere enloquecerme a mí también. ¡¿Una semana?! ¡Siete días sin mi celular! ¡Siete
días repletos de soledad, tristeza, miedo y desprecio! Siete días que se sienten como
un eterno y oscuro abismo frente a mí, al cual no sé si podré sobrevivir. Comienzo a
transpirar y acaricio mi estómago, donde se ha formado un nudo. Pienso alternativas
posibles y recuerdo una vieja computadora en mi habitación. Eso bastará, será el
pequeño barco que me evite ahogarme hasta atravesar ese vacío injustamente
impuesto.
Corro a buscarla, revuelvo un par de objetos que llevo tiempo sin usar y allí la hallo:
mi salvadora. Limpio el polvo que la cubre y presiono el botón para encenderla. Se
dibuja un logo en la pantalla y una sonrisa en mi rostro. Mi padre me ha seguido,
contempla el panorama y empieza a emitir exclamaciones que no oigo, ya que estoy
ocupado descargando las aplicaciones que requiero para vivir. Se encuentra casi todo
listo cuando un cartel advierte una situación incluso más grave que el quedarse sin
batería: no hay redes WiFi disponibles.
Sin perder un segundo, me dirijo hacia la sala de estar, para así revisar el router.
Para mi sorpresa, mi padre ya se encuentra allí. En sus manos, los cables se
presentan como evidencia del crimen que acaba de cometer. “Tenés que parar esto”,
me dice el hombre que en tres años sólo me ha mirado realmente dos veces: la
primera, para culparme por la muerte de mamá; la segunda, para sentenciar la mía.
Pero no lo permitiré, no dejaré que me quiten la única luz que alumbra mi oscuridad.
Con toda la ira contenida, arremeto contra él y trato de conectar el aparato. Mi padre
intenta evitarlo, pero lo empujo con fuerza y cae al suelo. Su rostro horrorizado,
probablemente refleja el mío. Suelto el router y huyo sin mirar atrás. Perdí a mamá,
perdí a papá y me perdí a mí mismo. Atravieso la puerta de entrada y me lanzo hacia
la calle, sin que nada me importe ya… ni siquiera el vehículo que diviso por el rabillo
del ojo. Lo último que escucho es una bocina ensordecedora.
Despierto alumbrado por esa palidez que me persigue desde el primero de enero
del 2020. Reconozco muy bien el lugar en que me encuentro. Todo sigue igual que
hace dos años, pero esta vez soy yo el que reposa en la camilla. Me duele un poco el
cuerpo y tengo recuerdos confusos de los últimos días, pero en general siento una
especie de paz física y mental. Me parece que estoy bajo el efecto de sedantes.
A través de la pequeña abertura de la puerta, me llega la voz de papá. No está
deambulando por los pasillos ni lanzando insultos inaudibles. Más sí está conversando
con una mujer. Apuesto a que ella viste una bata blanca. “No tiene una adicción”,
afirma la médica y prosigue con sus explicaciones: “al contrario de algunos
especialistas, existimos quienes creemos que no puede llamársele así debido a que
el organismo no genera una verdadera dependencia a Internet. Se trata más de algo
psicológico, que puede superarse con acompañamiento psicoterapéutico. No
obstante, sí constituye una señal de alerta pues puede ocultar problemas mayores”.
Mientras la dama menciona la depresión, la ansiedad y el déficit de atención, yo no
puedo dejar de mirar hacia la mesa ratona situada en una esquina. Sobre ella
descansa el mejor de mis aliados y el peor de mis enemigos. La pantalla parece rota.
Ahora que lo pienso, creo haberlo tomado del suelo tras atacar a papá. Sufrió el
impacto del choque al igual que yo. Sonrío ante la particularidad de que, de hecho, ya
no me importan las notificaciones que se han acumulado en él, ni mis amigos de redes
sociales, ni mis logros en los videojuegos. Cierro mis ojos y lo único en que puedo
pensar en este momento es en el sonido que emite la máquina conectada a mi cuerpo.
No tengo auriculares y puedo oír claramente cómo los pitidos se aceleran mientras
corazón se ralentiza.
Ya nada importa. Después de todo, mi celular se ha apagado, y creo que yo también
lo estoy haciendo. La blanca luz de la lámpara de techo me llama. Mamá está allí.
Esta vez tomaré su mano. Esta vez la sujetaré con fuerza. Esta vez no la perderé.
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales
Comunicación Social
Práctica Profesional I
Ángeles Anael Olguín

